miércoles, 2 de enero de 2008

Del viajar

VIAJAR, ESA FORMA DEL DESVANECIMIENTO ENTRE
ENIGMAS, INTUICIONES Y SOSPECHAS

Los ojos hablan, las palabras
miran, las miradas piensan.

Octavio Paz.

Cuando usted viaje, deje su vida en su casa,
en su pueblo, en su ciudad. Es un artefacto inútil.

Juan Filloy

Todo viaje comienza en una librería: el único equipaje
imprescindible son los cuadernos y las lapiceras.

Bruce Chatwin

El espíritu itinerante que me embargó en el viaje a Europa y Oriente medio me impele hacia una escena que le es propia: las caminatas, que con sus avatares se constituyen en las partituras de mi paseo. Lo errabundo fija un sendero habitado por azares y sensaciones que me empujan hacia ciertos paisajes de lo desconocido, para perderme aún más, para olvidarme aún más de mi, para que advenga esa secreta música que pude escuchar, esos aromas citadinos que me supieron embargar. “Hay que vagabundear a sabiendas de que se trata del trabajo mas refinado”, dice Argullol, y la aventura emprendida fue por ello un dejarme arrastrar por las atmósferas citadinas plenas de aromas, sonidos, luces, rugosidades humanas y maquínicas. Intuir las promesas de unos destinos a los que supe (un saber de otro orden) llegar bajo la secreta lógica del azar y la curiosidad, en cuyos senderos la meta, si la hubo, fue desdibujada a favor del errar por calles, plazas y veredas.

La legibilidad de los textos urbanos es la de un libro en incesante mutación, en manos de un lector sin método ni comprensión racional. Si los recuerdos no siguen ninguna norma, el conocimiento sensible renuncia al raciocinio de la búsqueda metódica. El cicerone será la intuición de atender aquel sonido algo lejano, esa imagen que fugaz se escurre por el rabillo del ojo, una vidriera ambigua que me atrae sin un por qué.

La voluntad de perderme (el placer de la incertidumbre) es un anhelo inconfesado de despojarme de mí: no emprendo un viaje, es él quien a mí me emprende, me apropia y me despoja de identidades forjadas en lejanos suburbios. No se si estoy llegando o estoy llegándome, si estoy yendo o yéndome de mí. La memoria suspendida, el cuerpo que se autonomiza, desconocidas sensibilidades se me yerguen y me direccionan, mi cráneo se desgaja, se transforma en cuatro gaviotas que raudas parten en distintas direcciones y que me visitarán ininterrumpidamente durante semanas y semanas, provocadoras, altivas, desafiándome a saber quién voy siendo cada vez, cada vez que más me interno en este desconocido anciano continente, novísimo para mis ojos... obscenos pájaros que me adentran por los meandros de ciudades renacentistas que obsecadas se resisten a la industria turística, pero perdidosas, agotadas, se dejan enchastrar de fiestas y eventos simplistas y triviales, en un arte despojado de toda fuerza subversiva que se ofrece castrado a consumidores satisfechos, que se babean atendiendo el último acontecimiento promovido por una industria que no para de autoengendrarlos... ¿cómo sustraerse a esa lógica? ¿cómo no ser uno más de ellos? Creo que erigirse en individuo en estos tiempos de mundos de masas y masificaciones crecientes, es practicar un arte.

Comprendo que lo que puede ser visto es una categoría de la luz, que permite construir la mirada. Luz como ofrenda que podré recibir, si alcanzo ese raro equilibrio entre una actitud vigilante y otra desatenta. De las cuatro categorías de la mirada en que los objetos se ofrecen, esto es, invisible / traslúcido / opaco / transparente,
cuya trama es una banda de moebius, comencé mirando a tientas todo aquello que se me ofrecía para ser visto, como un ciego reciente, como en cuartos oscuros, como en ciudades en eclipse. Mi mirada cegada, que no podía asirse a lo existente, lo nuevo, lo otrora recorrido en imágenes y que ahora se erigía en violenta tridimensión. Formas, energías y sustancias juegaron conmigo, hipnotizadoras que ríen, que copulan, cómplices frente a mi azoramiento de fugaz visitante, sediento de luz, frágil nómade.

Voluntad de atrapar esos instantes que mi mirada sabía fugaces, lo insignificante que se percibe, el detalle que adviene con fuerza, la volatilidad de un gesto o un sibilante aroma, operaron construyendo una particular nostalgia: la del presente, que quise (y vanamente sigo queriendo) capturar en bitácora, rescatando aquello que es desperdicio: talonarios, sacos de té, tiquets de transporte, etiquetas de bebidas, boletos de entrada y otros excedentes, invisibles para el lugareño, para el adentrino, pero para mí voces de un coro extranjero y esquivo.

La ciudad y sus entornos me ofrendan luz: electricidad, sol, fuego y todo lo que tocan, es lo que deseo conocer. Allí eran otras las sombras y otros los brillos que refractan los ojos de los semejantes tan diferentes que me cruzan y me evitan. Estuve transido por estas intensidades, soy uno de los millares de testigos de aquel futuro pensado por tantos muertos, el que han legado los antepasados de centurias y milenios, edades abismales para ésta, mi existencia- niñez que subió desde los confines del último sur. Existencia en estado de suspensión absoluta, asaltada, de contornos borroneados.

Mi viaje fue emprender un tránsito por todos los sentidos, puertas de la percepción que son condición de partida para cualquier derrotero, para cualquier llegada. El viaje también como reivindicación de la escena gastronómica, el comer y el beber como manifestación de una ética, como una modalidad del arte. El carácter efímero y degradable de la ingesta es el signo distintivo de lo que me llevé a la boca: fugacidad y no frugalidad, invasión de las papilas sin mesura. Se trata quizás de una posición política antirracionalista: ensalzar aquellos sentidos denostados por las Teorías del Conocimiento que la Academia se ocupa de transmitir. Ensalzar la subjetividad del conocimiento sensible a través del olfato, el gusto y el tacto. Percibir a través de esos sentidos ninguneados por la Razón.

Ebriedad, embriaguez, estados espirituales que supe alcanzar en mi viaje iniciático por aquellas lejanas tierras, en las que intenté adentrarme...

La figura del tiempo que se apropió de mi persona, una vez más, fue la lentitud. “El campesino kabileño de Argelia –me dice E. Thompson- considera la prisa como una falta de decoro combinada con una ambición diabólica”. Ese sentimiento de la no urgencia, ese replegarse frente a lo nuevo para poder recibirlo desde “mi provincia interior” me permite existir desde la placidez. La intención de dejarme invadir por los estímulos, de no entrometerme en la mixtura con mis sensaciones, es también un dejarme ir, un aletargarme en mi raciocinio, en dejar suceder. Fue quizás un inadvertido ejercicio de abdicar la razón, de demorar formas de decisión, o también de dejarme llevar, entrar lentamente en la ensoñación de no saber, de sentir lo que sucedía intensamente, pero desde la inacción, casi como escuchando lo que susurró Pascal: “toda la infelicidad de los hombres proviene de una sola cosa: no saber estar inactivos dentro de una habitación”.

Comprendo la naturaleza de mi emprendimiento, la elección sensible de una inacción, de un rehusamiento de producción: vagar, perder el tiempo, no dejar huella, no tener proyecto. Fundar mi presencia allí por fuera de la lógica capitalista. “Estar donde trabaja la propia materia de los crepúsculos”, según P. Sansot, atisbar el ocaso citadino, el fin de la luz en la campiña, merodear las existencias, sentir su transmutación en imágenes dentro de mí, llamarme a silencio... Y también continuar en la metamorfosis de esos seres que transitaban junto a mí, tan desconocidos, o de ese paisaje que se abría desde la ventanilla del vehículo que me llevaba o que me traía, poco importa saber si el verbo fue ir o venir.

Así fui, así soy: constructor de ritos propiciatorios, buscador de elementos iniciáticos que me permitieron inaugurar inexactas colecciones, inciertos archivos, erráticas bitácoras. “El verdadero viajero se halla continuamente en el ojo de la tormenta. La tormenta es el mundo, el ojo aquello con que el viajero contempla el mundo. Quien aprende a mirar por ese ojo, quizás aprenda también a distinguir lo esencial de lo fútil”, me dice C. Nooteboom. Este viaje me mostró que ser viajante es el horizonte, que la cartografía es un advenimiento. Por ello he de volver: “una vez es ninguna vez” dejó dicho el entrañable Walter Benjamín.

Del pensamiento ( II )

Martin Heidegger plantea que la palabra es la morada donde habita el ser del hombre y que son los pensantes y los poetas los vigilantes de esa morada, en tanto ellos en su decir son los que hacen hablar a la palabra y la conservan en el habla. El pensar obra en cuanto piensa. El pensar se deja interrogar, se consuma en este dejarse. El pensar y el amar se conjugan. El pensar “es”, y esto quiere decir lo mismo que se ha hecho. “Hacerse”, en su esencia, de una cosa o persona, significa amarla, quererla, y lo que uno “quiere”, es capaz de hacerlo. Este “amar” o sea este “capaz de” es la propia esencia de la capacidad, que no sólo puede realizar esto o aquello, sino que puede dejar que algo sea en su originalidad, esto es que pueda dejar que sea.


(...) La memoria es un tribunal permanente aunque arbitrario: premia gratuitamente y castiga con generosidad. Años enteros de nuestra existencia quedan sepultados bajo pesadas losas de olvido y, como contrapartida, surgen, firmemente asentados, momentos fulgurantes. Lo peculiar de este íntimo tribunal es su completa amoralidad. No actúa según códigos o leyes morales establecidas ni se remite a valores éticos positivos o negativos. No se puede afirmar, desde luego, que sea ajeno a la conciencia preobra, por así decirlo, según el instinto de conciencia.
Como tal instinto operante en el tejido del tiempo, la memoria saca a flote, incrustándolos en nuestro presente, los vértices decisivos de nuestra existencia. Poco importa que estos vértices hayan quedado aparentemente sumergidos en océanos de rutina, pues acaban prevaleciendo siempre, incluso contra nuestra voluntad. Cuando retornan aquellos ojos, aquella piel, aquel sonido, aquel aroma, resulta inútil oponerles resistencia recurriendo a un supuesto orden vital que, quizá, invita a prohibirlos.
En cuanto a instinto de conciencia, la memoria construye un relato secreto de nutra vida que diverge, cuando no se opone, al relato oficial que tendemos a legalizar, no sólo en relación al mundo exterior, sino también con respecto a nuestro propio mundo. Y este relato secreto es siempre inquietante, subversivo y, en el único sentido en que puede ser empleado este término, verdadero.
Ahora bien, , cómo se constituye este misterioso relato que guardamos en algún lugar recóndito de nuestro interior y al que sólo accedemos mediante la oblicua sinceridad del recuerdo? De entrada percibimos que nada tiene que ver con el tiempo normativo que dictamina nuestra cotidianeidad. Esta percepción contradice convicciones profundamente arraigadas en nosotros. Estamos habituados a aceptar que formamos parte de un tiempo acumulativo, lineal, brotado de un principio y orientado a tener un fin. A las razones biológicas que nos llevan a este convencimiento se les suman otras, culturales, que dirigen un determinado desarrollo de los destinos colectivos e individuales. Así se forma nuestra imagen del tiempo como un continuum irreversible en el que no caben “eternos retornos” y, ni siquiera, dislocaciones. Estamos sometidos al reloj, al calendario y a la ley.
Lo paradójico, no obstante, es que de modo simultáneo estamos en condiciones de observar que hay otro tiempo en nosotros que nos configura de una manera radicalmente distinta. Un tiempo ajeno a toda linealidad, desbocado, caótico, que fluye libremente apoderándose a zarpazos de nuestra mente. Este otro tiempo, mediante el que reconocemos el relato secreto de nuestra existencia, no admite la imagen de un continuum sino que, al contrario, se manifiesta con violentas discontinuidades, con bruscos saltos y retrocesos que agreden la idea comúnmente asumida del devenir. Desconocemos su funcionamiento pero captamos su presencia en forma de instantes que se enroscan en el árbol de nuestra razón, ofreciéndonos los frutos de sabor más intenso.
La superioridad, en nuestra conciencia, de tales instantes sobre le tiempo normativo al que ficticiamente obedecemos estriba en su fuerza y, también, en su libertad, acceden a nosotros libremente y nos sugieren un poder insuperable. Aunque quisiéramos, como a veces queremos, no podemos escapar a ellos porque representan, no lo mejor o peor de nosotros mismos, sino lo que ha grabado en nuestra identidad una señal imperecedera. A través del eco queremos volver una y otra vez al sonido originario, siguiendo las ondas expansivas deseamos recrear el momento en que la piedra chocó con el agua. En nuestro relato secreto cada uno de estos instantes encierra un mundo autosuficiente y, asimismo, en permanente transformación.

Rafael Argullol. El cazador de instantes. Cuaderno de travesía 1990-1995. Barcelona, ediciones Destino, 1996.

Del pensamiento