Martin Heidegger plantea que la palabra es la morada donde habita el ser del hombre y que son los pensantes y los poetas los vigilantes de esa morada, en tanto ellos en su decir son los que hacen hablar a la palabra y la conservan en el habla. El pensar obra en cuanto piensa. El pensar se deja interrogar, se consuma en este dejarse. El pensar y el amar se conjugan. El pensar “es”, y esto quiere decir lo mismo que se ha hecho. “Hacerse”, en su esencia, de una cosa o persona, significa amarla, quererla, y lo que uno “quiere”, es capaz de hacerlo. Este “amar” o sea este “capaz de” es la propia esencia de la capacidad, que no sólo puede realizar esto o aquello, sino que puede dejar que algo sea en su originalidad, esto es que pueda dejar que sea.
(...) La memoria es un tribunal permanente aunque arbitrario: premia gratuitamente y castiga con generosidad. Años enteros de nuestra existencia quedan sepultados bajo pesadas losas de olvido y, como contrapartida, surgen, firmemente asentados, momentos fulgurantes. Lo peculiar de este íntimo tribunal es su completa amoralidad. No actúa según códigos o leyes morales establecidas ni se remite a valores éticos positivos o negativos. No se puede afirmar, desde luego, que sea ajeno a la conciencia preobra, por así decirlo, según el instinto de conciencia.
Como tal instinto operante en el tejido del tiempo, la memoria saca a flote, incrustándolos en nuestro presente, los vértices decisivos de nuestra existencia. Poco importa que estos vértices hayan quedado aparentemente sumergidos en océanos de rutina, pues acaban prevaleciendo siempre, incluso contra nuestra voluntad. Cuando retornan aquellos ojos, aquella piel, aquel sonido, aquel aroma, resulta inútil oponerles resistencia recurriendo a un supuesto orden vital que, quizá, invita a prohibirlos.
En cuanto a instinto de conciencia, la memoria construye un relato secreto de nutra vida que diverge, cuando no se opone, al relato oficial que tendemos a legalizar, no sólo en relación al mundo exterior, sino también con respecto a nuestro propio mundo. Y este relato secreto es siempre inquietante, subversivo y, en el único sentido en que puede ser empleado este término, verdadero.
Ahora bien, , cómo se constituye este misterioso relato que guardamos en algún lugar recóndito de nuestro interior y al que sólo accedemos mediante la oblicua sinceridad del recuerdo? De entrada percibimos que nada tiene que ver con el tiempo normativo que dictamina nuestra cotidianeidad. Esta percepción contradice convicciones profundamente arraigadas en nosotros. Estamos habituados a aceptar que formamos parte de un tiempo acumulativo, lineal, brotado de un principio y orientado a tener un fin. A las razones biológicas que nos llevan a este convencimiento se les suman otras, culturales, que dirigen un determinado desarrollo de los destinos colectivos e individuales. Así se forma nuestra imagen del tiempo como un continuum irreversible en el que no caben “eternos retornos” y, ni siquiera, dislocaciones. Estamos sometidos al reloj, al calendario y a la ley.
Lo paradójico, no obstante, es que de modo simultáneo estamos en condiciones de observar que hay otro tiempo en nosotros que nos configura de una manera radicalmente distinta. Un tiempo ajeno a toda linealidad, desbocado, caótico, que fluye libremente apoderándose a zarpazos de nuestra mente. Este otro tiempo, mediante el que reconocemos el relato secreto de nuestra existencia, no admite la imagen de un continuum sino que, al contrario, se manifiesta con violentas discontinuidades, con bruscos saltos y retrocesos que agreden la idea comúnmente asumida del devenir. Desconocemos su funcionamiento pero captamos su presencia en forma de instantes que se enroscan en el árbol de nuestra razón, ofreciéndonos los frutos de sabor más intenso.
La superioridad, en nuestra conciencia, de tales instantes sobre le tiempo normativo al que ficticiamente obedecemos estriba en su fuerza y, también, en su libertad, acceden a nosotros libremente y nos sugieren un poder insuperable. Aunque quisiéramos, como a veces queremos, no podemos escapar a ellos porque representan, no lo mejor o peor de nosotros mismos, sino lo que ha grabado en nuestra identidad una señal imperecedera. A través del eco queremos volver una y otra vez al sonido originario, siguiendo las ondas expansivas deseamos recrear el momento en que la piedra chocó con el agua. En nuestro relato secreto cada uno de estos instantes encierra un mundo autosuficiente y, asimismo, en permanente transformación.
Rafael Argullol. El cazador de instantes. Cuaderno de travesía 1990-1995. Barcelona, ediciones Destino, 1996.
miércoles, 2 de enero de 2008
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