martes, 13 de agosto de 2013

El diálogo como escena fundante del dispositivo pedagógico

En la práctica científica, tanto en las ciencias naturales como en las exacta, al investigador se lo puede pensar como un ser activo en relación con una cosa inerte, un material sin voz que puede ser modelado y formado de cualquier manera, y otra cosa, en las ciencias sociales y en el dispositivo pedagógico, es ser activo con respecto a una conciencia ajena viva y equitativa. La actividad dialógica puede constituir una actividad interrogante, provocadora, contestataria, complaciente, refutadora, etc., es decir, una actividad que no es menos activa que la actividad concluyente, cosificante, la que explica causalmente y clausura, la que hace callar la voz ajena. Aquí, el carácter dialógico del lenguaje es ahogado o disimulado por un uso de carácter autoritario y monológico. El diálogo nunca concluye la voz ajena por su cuenta, es decir, desde la otra conciencia, la suya, la voz del otro. El diálogo, el encuentro de sujetos, donde ese otro que me constituye con su palabra y su mirada, se reconozca tanto en las afinidades como en las fecundas disidencias. *************************************************** La relación entre el docente y sus estudiantes debería tornarse, de modo creciente, como un encuentro dialógico. Es sabido que las identidades de Yo y Otro se constituyen mutuamente. El filósofo Levinas (1979) afirma al respecto: “soy sujeción de otro. En este sentido, soy sujeto” -aún en un contexto como el pedagógico, que puede definirse como un contexto en diversidad- la diferencia existente entre los integrantes del espacio pedagógico a menudo puede crear barreras -tanto potenciales como reales- para la constitución del diálogo, al tiempo que constituye “una oportunidad positiva para crear relaciones de comprensión y cooperación transversales a esa diferencia” (Burbules, 1999). Es por ello que la subjetividad no es un "para sí", según sostiene Roitman Woscoboinik (2006), sino inicialmente, un "para el otro" prójimo. Se trata de una proximidad que se despliega y alude no solo a una relación espacial: el otro se aproxima "en tanto yo soy responsable de él". (Lévinas, ob.cit.) Esto constituye algo crucial en el desempeño del docente, puesto que desde el momento en que ese otro me mira, se dispone a prestar su atención, paso a ser "rostro". Esta cualidad de conformarse como "rostro", plantea Roitman Woscoboinik, me interpela en mi responsabilidad respecto a él: el otro, en el dispositivo pedagógico, "me incumbe". En el diálogo subyace un valor ético que se aparta de la lógica de las fuerzas de dominación y de los intereses persuasivos: “el placer del diálogo no es el del consenso sino el de las incesantes fecundaciones”. (Maingueneau, 1999) Sucede que en la relación dialógica la identidad de los participantes no prescribe lo que advendrá entre ellos. No se trata empero de que docente y estudiantes hablen de manera semejante y se interesen por las mismas cosas: la relación se funda en la diversidad. Es por ello que, como plantea Burbules, lo dialógico se funda en el hecho de “que las personas atiendan a un proceso de comunicaciones orientado hacia la comprensión interpersonal y que tengan, o estén dispuestas a cultivar, algún cuidado, interés y respecto para con el otro”. Lo que al docente le incumbe es propiciar en el aula un espacio para que este tipo de relación sensible se produzca, escenificando el sentido de este encuentro: que quienes lo sostienen logren “enseñarse el uno al otro y aprender el uno del otro; y el aspecto voluntario de esa participación es decisivo, puesto que es improbable que un participante que se resista al diálogo obtenga o aporte algo”. (Burbules, ob.cit.) ¿Acaso una utopía en los tiempos que corren? El sujeto –también en el dispositivo pedagógico- nunca se percibe a sí mismo como un todo; el otro es necesario para lograr, aunque sea provisionalmente, la percepción del yo, (que el sujeto puede alcanzar sólo parcialmente con respecto a sí mismo) en el intento de comprender un objeto de conocimiento. Como afirma el lingüista ruso Mijail Bajtín (1992): uno mismo es la persona menos indicada para percibir en sí mismo la totalidad individual... Para que el diálogo en el dispositivo pedagógico pueda constituirse como tal, debemos distinguir la potencia de la palabra plena a diferencia de la palabra vacua, de carácter cosmético. Entendemos a la primera como a aquella que “acerca, toca, estimula, funda un espacio de confianza” además “de las emociones que dispara. Alude a un compromiso de hablante con lo que dice y pretende hacer, entre sus palabras, su penar y su sentir (…) es una palabra a la espera de un otro que la complete en una conversación de intercambio legítimo” (Blejmar, 2005). En cambio, la palabra vacía produce una distancia entre las integrantes de una conversación… pareciera haber un acercamiento, pero se trata de una palabra que no toca con su sentido la sensibilidad ni de quien la ejecuta, ni de aquel que oye pero no la escucha. Es una palabra que falta a su compromiso: el de habitar el encuentro y producir la estancia de semejantes en el diálogo. Es por ello que “la palabra vacía está vaciada de sentido por el hablante, de congruencia entre su pensar, sentir y decir (…) más que un recurso, lo que se marca es una imposibilidad: no se sabe o no se puede”. (Blejmar, ob.cit.) Analizando la función y el campo de la palabra, desde el psicoanálisis Lacan (1979) afirma: “la palabra vacía muestra a menudo por sus efectos que es mucho más frustrante que el silencio” pues se trata de un hablar en vano. Un espacio pedagógico fructífero podrá propiciar la expansión de la palabra plena, que posea efectos de subjetivación, pues permitirá “reordenar las contingencias pasadas –y presentes- otorgándole el sentido de las necesidades por venir” y promueve la “asunción por el sujeto de su historia, en cuanto que está constituida por la palabra dirigida al otro” (Lacan, ob.cit.) Es a través de la palabra que docente y estudiantes materializan el encuentro pedagógico, cuando se nombran y en la medida en que nombran lo que les sucede (¿cómo enseñar?, ¿cómo aprender? ¿cómo abordar la complejidad?). De allí que este psicoanalista sostenga que la palabra constituye un don de lenguaje que en modo alguno es inmaterial: “es cuerpo sutil, pero es cuerpo”, manifiesta. Volviendo a Bajtín., el sujeto –sostiene- debe ser garante y responsable de sí mismo, ya que cada yo ocupa un tiempo y un espacio únicos. La ética bajtiniana se vincula con el acto mismo de vivir y convivir; por ello se le denomina ética dialógica, cuyo postulado central reposa en la siguiente triada: yo para mí - otro para mí - yo para otro, como afirma Tatiana Bubnova. La ética se entiende como filosofía de la vida, puesto que no parte de un principio abstracto, sino vivenciado, que coloca al hombre en relación con el mundo. Constituye el patrón de los hechos reales que ejecuto en el suceso singular que es mi vida vivida. Mi yo es ese que por tal ejecución, responde a otros yoes y al mundo, desde el lugar y tiempo únicos que yo ocupo en mi existencia "La metafísica de la presencia", según Tatiana Bubnova (1995), lleva a un salir de sí al sujeto para ubicarse en el lugar del otro. La forma como yo me constituyo es por medio de una búsqueda, de un dirigirme hacia un encuentro. Voy hacia el otro, para regresar con un sí mismo. Yo "vivo dentro" de una conciencia del otro, comprendo el mundo también a través de los ojos de ese otro. Pero, a su vez, lo enriquezco con mi propia mirada sobre el mundo, porque desde mi propio tiempo y lugar, veo lo que el otro no puede contemplar. En palabras del escritor José Saramago: «es necesario salir de la isla para ver la isla (…) no nos vemos si no nos salimos de nosotros». Bajtín observa que así como la problemática de conocer las cosas se soluciona al encontrar los términos que nos permitan interpretar al mundo, de la misma forma el desafío de conocer el yo se soluciona aprendiendo a visualizar mi propio yo. El concepto racional e unicista del yo del sujeto moderno es recuperado por Bajtín desde la categoría de la alteridad, relevante para reflexionar acerca del diálogo pedagógico. Con ésta descubrimos el carácter parcial de nuestra mirada frente a nosotros mismos y al otro, pues está sujeta en un lugar y en un tiempo; de ahí deviene la importancia de la mirada, del punto de vista y, por supuesto, de la metáfora de Saramago sobre la ceguera y por ende, de la necesidad de emprender el viaje hacía "la isla desconocida", que no es otra cosa que el viaje del sujeto hacía su propia interioridad. Una pedagogía contemporánea debería basarse en el reconocimiento de la otredad como fundamento del yo y en el respeto de la mirada del otro que completa mi mirada sobre sí mismo y el mundo. El diálogo pedagógico toma arraigo en ese reconocimiento y lo supone como requisito insustituible de su propio devenir. La comunicación intersubjetiva, en la que se sostiene el quehacer pedagógico, debe ir más allá de la transmisión de información para encontrarse en y con el otro, y esto sólo es posible cuando el otro revela su pensamiento y su individualidad. Cuando el diálogo que se establece entre el docente y el estudiante es verdadero, se supera el dogmatismo en aras de la construcción mutua del conocimiento. El espacio académico no puede ser unívoco; se debe fundamentar en la multiplicidad de voces que lo conforman y reconocer la complejidad que lo caracteriza; más aún, en el aquí y en el ahora de una sociedad que se debate entre múltiples fuerzas ideológicas y políticas. Una nueva concepción antropológica aplicada al proceso educativo, debe partir del principio de interacción humana como fundante de la práctica pedagógica. Tal como plantea Todorov (1990): no resulta posible concebir al ser humano fuera de las relaciones que lo colocan en contacto con el otro. La relación entre los sujetos debe basarse en una ética de la comunicación que tenga como soportes el respeto y la confianza. El educador es en la medida en que descubra que su legitimidad está sancionada por la existencia del otro. Ser docente significa comunicar -en el más profundo sentido del término- este quehacer se encuentra en la frontera con el otro. La misión del educador, por tanto, debería partir del respeto de la autonomía del otro. Para cumplir con su labor pedagógica, el maestro debe encarnarse en el otro y mirar con el otro. La premisa fundamental de la acción comunicativa, es la discusión académica que hace propicio el diálogo y la escucha del otro. BIBLIOGRAFIA UTILIZADA Amaya, O. (2011) En derredor a la clínica psicopedagógica: desde un intervencionismo en las conductas hacia el propiciar procesos de singularización subjetiva. UNLZ, Ftad. de Ciencias Sociales. Material de cátedra. Bajtín, M. (1992) Estética de la creación verbal. Madrid, Siglo XXI. Bajtín, M. (1993) Problemas de la poética de Dostoievski. México, Fondo de Cultura Económica. Bubnova, Tatiana (1995). "El principio ético como fundamento del dialogismo en Mijail Bajtín". En: Revista la palabra. No. 4-5. Blanchot, M. (1974) El diálogo inconcluso. Caracas, Monte Avila eds. Blejmar, B. (2005) Gestionar es hacer que las cosas sucedan. Bs.As., Noveduc. Burbules, N. (1999) El diálogo en la enseñanza. Teoría y práctica. Buenos Aires, Amorrortu Eds. Gómez, B.; Castillo Perilla, M. Las voces del otro. En: Revista Educación y Pedagogía. Medellín: Universidad de Antioquia, Facultad de Educación. Vol. XIV, No. 32, (enero-abril), 2002. pp. 105-108. Greene, M. (1995) “El profesor como extranjero”. En: Larrosa, J. et al. Déjame que te cuente: Ensayos sobre narrativa y educación. Barcelona, Laertes. Lacan, J. (1979) “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis”. En: Escritos 1. México, siglo XXI. Lévinas, E. (1979) Ética e infinito. Visor Distribuciones Madrid. Maingueneau, D. (1999) Términos claves del análisis del discurso. Buenos Aires, Nueva Visión. Plaza, B. (2010) La sistematización de las prácticas. Una herramienta para el aprendizaje. En: http://www.xpsicopedagogia.com.ar/la-sistematizacion-de-las-practicas-una-herramienta-para-el-aprendizaje.html Roitman Woscoboinik, P. (2006) Reconocimiento del otro: fundamento para una ética. Ponencia presentada en el Encuentro Latinoamericano sobre Winnicott en Bs. As., diciembre. En: http://www.espaciopotencial.com.ar/elestudio/quinto_anio/reconocimiento.html Saramago, J. (1996). Ensayo sobre la ceguera. Madrid, Alfaguara. Saramago, J. (1999). El cuento de la Isla Desconocida. Colombia, Alfaguara. Todorov, T. (1990) El cruce de las culturas. Criterios, La Habana, nº 25-28, enero-diciembre.

miércoles, 2 de enero de 2008

Del viajar

VIAJAR, ESA FORMA DEL DESVANECIMIENTO ENTRE
ENIGMAS, INTUICIONES Y SOSPECHAS

Los ojos hablan, las palabras
miran, las miradas piensan.

Octavio Paz.

Cuando usted viaje, deje su vida en su casa,
en su pueblo, en su ciudad. Es un artefacto inútil.

Juan Filloy

Todo viaje comienza en una librería: el único equipaje
imprescindible son los cuadernos y las lapiceras.

Bruce Chatwin

El espíritu itinerante que me embargó en el viaje a Europa y Oriente medio me impele hacia una escena que le es propia: las caminatas, que con sus avatares se constituyen en las partituras de mi paseo. Lo errabundo fija un sendero habitado por azares y sensaciones que me empujan hacia ciertos paisajes de lo desconocido, para perderme aún más, para olvidarme aún más de mi, para que advenga esa secreta música que pude escuchar, esos aromas citadinos que me supieron embargar. “Hay que vagabundear a sabiendas de que se trata del trabajo mas refinado”, dice Argullol, y la aventura emprendida fue por ello un dejarme arrastrar por las atmósferas citadinas plenas de aromas, sonidos, luces, rugosidades humanas y maquínicas. Intuir las promesas de unos destinos a los que supe (un saber de otro orden) llegar bajo la secreta lógica del azar y la curiosidad, en cuyos senderos la meta, si la hubo, fue desdibujada a favor del errar por calles, plazas y veredas.

La legibilidad de los textos urbanos es la de un libro en incesante mutación, en manos de un lector sin método ni comprensión racional. Si los recuerdos no siguen ninguna norma, el conocimiento sensible renuncia al raciocinio de la búsqueda metódica. El cicerone será la intuición de atender aquel sonido algo lejano, esa imagen que fugaz se escurre por el rabillo del ojo, una vidriera ambigua que me atrae sin un por qué.

La voluntad de perderme (el placer de la incertidumbre) es un anhelo inconfesado de despojarme de mí: no emprendo un viaje, es él quien a mí me emprende, me apropia y me despoja de identidades forjadas en lejanos suburbios. No se si estoy llegando o estoy llegándome, si estoy yendo o yéndome de mí. La memoria suspendida, el cuerpo que se autonomiza, desconocidas sensibilidades se me yerguen y me direccionan, mi cráneo se desgaja, se transforma en cuatro gaviotas que raudas parten en distintas direcciones y que me visitarán ininterrumpidamente durante semanas y semanas, provocadoras, altivas, desafiándome a saber quién voy siendo cada vez, cada vez que más me interno en este desconocido anciano continente, novísimo para mis ojos... obscenos pájaros que me adentran por los meandros de ciudades renacentistas que obsecadas se resisten a la industria turística, pero perdidosas, agotadas, se dejan enchastrar de fiestas y eventos simplistas y triviales, en un arte despojado de toda fuerza subversiva que se ofrece castrado a consumidores satisfechos, que se babean atendiendo el último acontecimiento promovido por una industria que no para de autoengendrarlos... ¿cómo sustraerse a esa lógica? ¿cómo no ser uno más de ellos? Creo que erigirse en individuo en estos tiempos de mundos de masas y masificaciones crecientes, es practicar un arte.

Comprendo que lo que puede ser visto es una categoría de la luz, que permite construir la mirada. Luz como ofrenda que podré recibir, si alcanzo ese raro equilibrio entre una actitud vigilante y otra desatenta. De las cuatro categorías de la mirada en que los objetos se ofrecen, esto es, invisible / traslúcido / opaco / transparente,
cuya trama es una banda de moebius, comencé mirando a tientas todo aquello que se me ofrecía para ser visto, como un ciego reciente, como en cuartos oscuros, como en ciudades en eclipse. Mi mirada cegada, que no podía asirse a lo existente, lo nuevo, lo otrora recorrido en imágenes y que ahora se erigía en violenta tridimensión. Formas, energías y sustancias juegaron conmigo, hipnotizadoras que ríen, que copulan, cómplices frente a mi azoramiento de fugaz visitante, sediento de luz, frágil nómade.

Voluntad de atrapar esos instantes que mi mirada sabía fugaces, lo insignificante que se percibe, el detalle que adviene con fuerza, la volatilidad de un gesto o un sibilante aroma, operaron construyendo una particular nostalgia: la del presente, que quise (y vanamente sigo queriendo) capturar en bitácora, rescatando aquello que es desperdicio: talonarios, sacos de té, tiquets de transporte, etiquetas de bebidas, boletos de entrada y otros excedentes, invisibles para el lugareño, para el adentrino, pero para mí voces de un coro extranjero y esquivo.

La ciudad y sus entornos me ofrendan luz: electricidad, sol, fuego y todo lo que tocan, es lo que deseo conocer. Allí eran otras las sombras y otros los brillos que refractan los ojos de los semejantes tan diferentes que me cruzan y me evitan. Estuve transido por estas intensidades, soy uno de los millares de testigos de aquel futuro pensado por tantos muertos, el que han legado los antepasados de centurias y milenios, edades abismales para ésta, mi existencia- niñez que subió desde los confines del último sur. Existencia en estado de suspensión absoluta, asaltada, de contornos borroneados.

Mi viaje fue emprender un tránsito por todos los sentidos, puertas de la percepción que son condición de partida para cualquier derrotero, para cualquier llegada. El viaje también como reivindicación de la escena gastronómica, el comer y el beber como manifestación de una ética, como una modalidad del arte. El carácter efímero y degradable de la ingesta es el signo distintivo de lo que me llevé a la boca: fugacidad y no frugalidad, invasión de las papilas sin mesura. Se trata quizás de una posición política antirracionalista: ensalzar aquellos sentidos denostados por las Teorías del Conocimiento que la Academia se ocupa de transmitir. Ensalzar la subjetividad del conocimiento sensible a través del olfato, el gusto y el tacto. Percibir a través de esos sentidos ninguneados por la Razón.

Ebriedad, embriaguez, estados espirituales que supe alcanzar en mi viaje iniciático por aquellas lejanas tierras, en las que intenté adentrarme...

La figura del tiempo que se apropió de mi persona, una vez más, fue la lentitud. “El campesino kabileño de Argelia –me dice E. Thompson- considera la prisa como una falta de decoro combinada con una ambición diabólica”. Ese sentimiento de la no urgencia, ese replegarse frente a lo nuevo para poder recibirlo desde “mi provincia interior” me permite existir desde la placidez. La intención de dejarme invadir por los estímulos, de no entrometerme en la mixtura con mis sensaciones, es también un dejarme ir, un aletargarme en mi raciocinio, en dejar suceder. Fue quizás un inadvertido ejercicio de abdicar la razón, de demorar formas de decisión, o también de dejarme llevar, entrar lentamente en la ensoñación de no saber, de sentir lo que sucedía intensamente, pero desde la inacción, casi como escuchando lo que susurró Pascal: “toda la infelicidad de los hombres proviene de una sola cosa: no saber estar inactivos dentro de una habitación”.

Comprendo la naturaleza de mi emprendimiento, la elección sensible de una inacción, de un rehusamiento de producción: vagar, perder el tiempo, no dejar huella, no tener proyecto. Fundar mi presencia allí por fuera de la lógica capitalista. “Estar donde trabaja la propia materia de los crepúsculos”, según P. Sansot, atisbar el ocaso citadino, el fin de la luz en la campiña, merodear las existencias, sentir su transmutación en imágenes dentro de mí, llamarme a silencio... Y también continuar en la metamorfosis de esos seres que transitaban junto a mí, tan desconocidos, o de ese paisaje que se abría desde la ventanilla del vehículo que me llevaba o que me traía, poco importa saber si el verbo fue ir o venir.

Así fui, así soy: constructor de ritos propiciatorios, buscador de elementos iniciáticos que me permitieron inaugurar inexactas colecciones, inciertos archivos, erráticas bitácoras. “El verdadero viajero se halla continuamente en el ojo de la tormenta. La tormenta es el mundo, el ojo aquello con que el viajero contempla el mundo. Quien aprende a mirar por ese ojo, quizás aprenda también a distinguir lo esencial de lo fútil”, me dice C. Nooteboom. Este viaje me mostró que ser viajante es el horizonte, que la cartografía es un advenimiento. Por ello he de volver: “una vez es ninguna vez” dejó dicho el entrañable Walter Benjamín.

Del pensamiento ( II )

Martin Heidegger plantea que la palabra es la morada donde habita el ser del hombre y que son los pensantes y los poetas los vigilantes de esa morada, en tanto ellos en su decir son los que hacen hablar a la palabra y la conservan en el habla. El pensar obra en cuanto piensa. El pensar se deja interrogar, se consuma en este dejarse. El pensar y el amar se conjugan. El pensar “es”, y esto quiere decir lo mismo que se ha hecho. “Hacerse”, en su esencia, de una cosa o persona, significa amarla, quererla, y lo que uno “quiere”, es capaz de hacerlo. Este “amar” o sea este “capaz de” es la propia esencia de la capacidad, que no sólo puede realizar esto o aquello, sino que puede dejar que algo sea en su originalidad, esto es que pueda dejar que sea.


(...) La memoria es un tribunal permanente aunque arbitrario: premia gratuitamente y castiga con generosidad. Años enteros de nuestra existencia quedan sepultados bajo pesadas losas de olvido y, como contrapartida, surgen, firmemente asentados, momentos fulgurantes. Lo peculiar de este íntimo tribunal es su completa amoralidad. No actúa según códigos o leyes morales establecidas ni se remite a valores éticos positivos o negativos. No se puede afirmar, desde luego, que sea ajeno a la conciencia preobra, por así decirlo, según el instinto de conciencia.
Como tal instinto operante en el tejido del tiempo, la memoria saca a flote, incrustándolos en nuestro presente, los vértices decisivos de nuestra existencia. Poco importa que estos vértices hayan quedado aparentemente sumergidos en océanos de rutina, pues acaban prevaleciendo siempre, incluso contra nuestra voluntad. Cuando retornan aquellos ojos, aquella piel, aquel sonido, aquel aroma, resulta inútil oponerles resistencia recurriendo a un supuesto orden vital que, quizá, invita a prohibirlos.
En cuanto a instinto de conciencia, la memoria construye un relato secreto de nutra vida que diverge, cuando no se opone, al relato oficial que tendemos a legalizar, no sólo en relación al mundo exterior, sino también con respecto a nuestro propio mundo. Y este relato secreto es siempre inquietante, subversivo y, en el único sentido en que puede ser empleado este término, verdadero.
Ahora bien, , cómo se constituye este misterioso relato que guardamos en algún lugar recóndito de nuestro interior y al que sólo accedemos mediante la oblicua sinceridad del recuerdo? De entrada percibimos que nada tiene que ver con el tiempo normativo que dictamina nuestra cotidianeidad. Esta percepción contradice convicciones profundamente arraigadas en nosotros. Estamos habituados a aceptar que formamos parte de un tiempo acumulativo, lineal, brotado de un principio y orientado a tener un fin. A las razones biológicas que nos llevan a este convencimiento se les suman otras, culturales, que dirigen un determinado desarrollo de los destinos colectivos e individuales. Así se forma nuestra imagen del tiempo como un continuum irreversible en el que no caben “eternos retornos” y, ni siquiera, dislocaciones. Estamos sometidos al reloj, al calendario y a la ley.
Lo paradójico, no obstante, es que de modo simultáneo estamos en condiciones de observar que hay otro tiempo en nosotros que nos configura de una manera radicalmente distinta. Un tiempo ajeno a toda linealidad, desbocado, caótico, que fluye libremente apoderándose a zarpazos de nuestra mente. Este otro tiempo, mediante el que reconocemos el relato secreto de nuestra existencia, no admite la imagen de un continuum sino que, al contrario, se manifiesta con violentas discontinuidades, con bruscos saltos y retrocesos que agreden la idea comúnmente asumida del devenir. Desconocemos su funcionamiento pero captamos su presencia en forma de instantes que se enroscan en el árbol de nuestra razón, ofreciéndonos los frutos de sabor más intenso.
La superioridad, en nuestra conciencia, de tales instantes sobre le tiempo normativo al que ficticiamente obedecemos estriba en su fuerza y, también, en su libertad, acceden a nosotros libremente y nos sugieren un poder insuperable. Aunque quisiéramos, como a veces queremos, no podemos escapar a ellos porque representan, no lo mejor o peor de nosotros mismos, sino lo que ha grabado en nuestra identidad una señal imperecedera. A través del eco queremos volver una y otra vez al sonido originario, siguiendo las ondas expansivas deseamos recrear el momento en que la piedra chocó con el agua. En nuestro relato secreto cada uno de estos instantes encierra un mundo autosuficiente y, asimismo, en permanente transformación.

Rafael Argullol. El cazador de instantes. Cuaderno de travesía 1990-1995. Barcelona, ediciones Destino, 1996.

Del pensamiento

domingo, 30 de diciembre de 2007

Del lenguaje ( IV )

Amigo:

Sabés que hay acciones del espíritu enraizadas en el silencio. Acciones que no están constituidas por razones, sino por pasiones. El deseo de una presencia, el dolor que suscita una ausencia. Es difícil hablar o escribir de estas acciones, pues ¿cómo puede el habla transmitir con justicia la forma y la vitalidad del silencio? ¿cómo escribir la ausencia? Lo inefable se encuentra más allá de las férreas fronteras de la palabra. Es que el lenguaje –sabemos- acarrea necesariamente impurezas y fragmentaciones, es una posibilidad y al mismo tiempo un límite: sintaxis. Sin embargo posee una fuerza cautivadora, no podemos salirnos de él, nos arrebata y nos habita irremediablemente. Somos criaturas gramaticales.

El silencio es un ademán, un gesto, que evita el habla, la escritura. No encierra, sino devela. La palabra rasga, hiere aquello que nace de las profundidades del espíritu. Por más esfuerzo que hagamos, caemos en la traducción, que es alejamiento: una galería de espejos deformantes.

Acaso hablar nos haga estar en el mundo de la razón. Callar es habitar el mundo de la transrazón. En realidad ignoramos el nombre de ese mundo, pues es probable que en ese mundo no exista nominación alguna.

Querer el lenguaje para transmitir aquello que no tiene ciframiento lingüístico, hace que las mismas palabras nos vuelvan la espalda, y se escabullan de nuestra sensibilidad. Cuando hablamos de nuestro profundo sentir, caemos frecuentemente en una jerga. Nos convertimos en chapuceros linguísticos que buscamos palabras como objetos en un almacén de antiguedades, hablamos como torpes nadadores de agua dulce, de un territorio compuesto por mares de sangre. Pretendemos ser expertos catadores de palabras destiladas, que se constituyan en fiel reflejo de nuestros pesares y sentires.

Pero los vientos del espíritu no reconocen enólogo alguno, estos vientos no pueden ser embotellados y añejados. Caemos en un entendimiento ilusorio, falsamente reconfortante, ya que el lenguaje es un artefacto que puede producir belleza, más no la diáfana transparencia, o la ominosa oscuridad de otros mundos no linguísticos. Podemos investigar, experimentar, jugar con el lenguaje, querer manifestar lo que nos pasa.
Voy a jugar:

Adonde te escondiste, amigo, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste, presuroso, habiéndome herido,
cuando cuenta me dí, tras de ti clamando salí
-antes sólo hube reído-
Pero ya no estabas, eras ido
A los dioses rugí, y a tu sombra maldecí
Mas esas palabras negras se fueron diluyendo, no hicieron nido
El dolor no cesa, pues la distancia troca dura.
Descúbreme tu presencia y mátame el melancólico pensamiento
pues la dolencia por añoranza no se cura
sino con la presencia y la figura.


Hablar es adoptar una singularidad, una distinción producto de abandonar el silencio de la existencia, rumbo al sonido de la creación. El vientito que sale de los labios, no es anhelo, sino convención: sonidos apalabrados. Ya no luz, ya no música, ya no mirada, sino palabra.

Lo de mí doliente, no encuentra consuelo en la palabra, más trata de balbucear a través de ella. Lo que no cesa no es la palabra, sino el amor, y el dolor por la distancia, por la ausencia. El gesto del silencio rehúsa de la razón. Mas no reniego de la palabra, pues por ella nos conocimos, aún sabiendo que entre ella y el silencio media un cisma.

Del lenguaje ( III )

SUJETO INCIERTO

Aparecer en los ojos de quien lee estos párrafos es un aparecer con pretensiones. Son las de buscar un lugar fuera del poder donde no se erijan jueces, elegidos, ni detentadores de algún “saber estético” instituido. Escribir desde fuera de toda prescripción y sanción institucional, aun sabiendo que lo oscuro está allí, agazapado esperando persuadir, seducir, "querer asir".
Pretensiones de renunciar a engendrar la falta en el lector (“yo no sé escribir”, “yo no puedo escribir”, “yo no tengo el don, el talento”) para llenar esta falta con la arrogancia del discurso-poder.
Pretensiones de no ejercer un puesto en el Poder Legislativo del lenguaje, de que sordos ruidos oír se dejen y que martillen la conciencia del que consume los imperativos discursos: "amarás", "odiarás", "ambicionarás".
Pretensiones de escapar al sometimiento de las reglas del discurso y de las formaciones ideológicas, de hacerle trampas a la lengua, de sacarle la lengua a la lengua.
Pretensiones de esconderse de todo establecimiento linguístico, de burlarse del signo, jugando a revolver las palabras: literatura.

Del lenguaje ( II )

SIGNADO

Ocultarme de las palabras
censoras
alteradas.
No mirarlas
tragadoras
desnombradas
telepáticas.
No desearlas
imperiales
atiborradas
sucias
desarticuladas.
No guardarlas
robadoras
directrices
marcadoras
torcidas
prepotentes.
No atesorarlas
vividoras
obsenas
ateridas
agregadas
abandonadas.
Que no alcancen
la trémula luz.