Amigo:
Sabés que hay acciones del espíritu enraizadas en el silencio. Acciones que no están constituidas por razones, sino por pasiones. El deseo de una presencia, el dolor que suscita una ausencia. Es difícil hablar o escribir de estas acciones, pues ¿cómo puede el habla transmitir con justicia la forma y la vitalidad del silencio? ¿cómo escribir la ausencia? Lo inefable se encuentra más allá de las férreas fronteras de la palabra. Es que el lenguaje –sabemos- acarrea necesariamente impurezas y fragmentaciones, es una posibilidad y al mismo tiempo un límite: sintaxis. Sin embargo posee una fuerza cautivadora, no podemos salirnos de él, nos arrebata y nos habita irremediablemente. Somos criaturas gramaticales.
El silencio es un ademán, un gesto, que evita el habla, la escritura. No encierra, sino devela. La palabra rasga, hiere aquello que nace de las profundidades del espíritu. Por más esfuerzo que hagamos, caemos en la traducción, que es alejamiento: una galería de espejos deformantes.
Acaso hablar nos haga estar en el mundo de la razón. Callar es habitar el mundo de la transrazón. En realidad ignoramos el nombre de ese mundo, pues es probable que en ese mundo no exista nominación alguna.
Querer el lenguaje para transmitir aquello que no tiene ciframiento lingüístico, hace que las mismas palabras nos vuelvan la espalda, y se escabullan de nuestra sensibilidad. Cuando hablamos de nuestro profundo sentir, caemos frecuentemente en una jerga. Nos convertimos en chapuceros linguísticos que buscamos palabras como objetos en un almacén de antiguedades, hablamos como torpes nadadores de agua dulce, de un territorio compuesto por mares de sangre. Pretendemos ser expertos catadores de palabras destiladas, que se constituyan en fiel reflejo de nuestros pesares y sentires.
Pero los vientos del espíritu no reconocen enólogo alguno, estos vientos no pueden ser embotellados y añejados. Caemos en un entendimiento ilusorio, falsamente reconfortante, ya que el lenguaje es un artefacto que puede producir belleza, más no la diáfana transparencia, o la ominosa oscuridad de otros mundos no linguísticos. Podemos investigar, experimentar, jugar con el lenguaje, querer manifestar lo que nos pasa.
Voy a jugar:
Adonde te escondiste, amigo, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste, presuroso, habiéndome herido,
cuando cuenta me dí, tras de ti clamando salí
-antes sólo hube reído-
Pero ya no estabas, eras ido
A los dioses rugí, y a tu sombra maldecí
Mas esas palabras negras se fueron diluyendo, no hicieron nido
El dolor no cesa, pues la distancia troca dura.
Descúbreme tu presencia y mátame el melancólico pensamiento
pues la dolencia por añoranza no se cura
sino con la presencia y la figura.
Hablar es adoptar una singularidad, una distinción producto de abandonar el silencio de la existencia, rumbo al sonido de la creación. El vientito que sale de los labios, no es anhelo, sino convención: sonidos apalabrados. Ya no luz, ya no música, ya no mirada, sino palabra.
Lo de mí doliente, no encuentra consuelo en la palabra, más trata de balbucear a través de ella. Lo que no cesa no es la palabra, sino el amor, y el dolor por la distancia, por la ausencia. El gesto del silencio rehúsa de la razón. Mas no reniego de la palabra, pues por ella nos conocimos, aún sabiendo que entre ella y el silencio media un cisma.
domingo, 30 de diciembre de 2007
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