lunes, 7 de mayo de 2007

En derredor a los Tiempos Muertos

La noción de imaginario social aparece como explicativa a la hora de caracterizar un marco de época. Es el filósofo Castoriadis quien nos dice que se trata de una noción que da a la funcionalidad de cada sistema institucional, su orientación específica, que sobredetermina las elecciones de los sujetos y las conexiones de las redes simbólicas, que son creaciones de cada época histórica, y que modelan una manera singular de vivir, de ver y hacer la propia existencia de las personas, su mundo y sus propias relaciones con otros y consigo mismas. El imaginario entonces, es un estructurante originario, un significado-significante central, fuente de lo que se da cada vez como sentido indiscutible e indiscutido, soporte de las articulaciones y de las distinciones de lo que importa y de lo que no importa, origen del exceso de ser de los objetos de nuestra vida práctica, afectiva e intelectual, de los objetos individuales y colectivos que nos instituyen.

Violentando este concepto, podemos decir que en el gris imaginario porteño, ese magma hecho de ironía, individualismo, dulce de leche, pose cínica y superada, avivada, fúlbo (que no es el deporte nacional , sino el truco (la mentira con cartas) y la estafa, el negociado con papeles), codicia y especulación, desprecio, vacaciones, cancherismo de barrio, carne al asador, entre otros ingredientes, también se cuece el psicoanálisis, porque los porteños tenemos todo lo que tiene que tener un winner, pero, lamentablemente también un inconciente, al que, claro, hay que domesticar, porque molesta (sobretodo a la noche). En el frenesí por hacer platita –vivimos en la Reina del Plata- por hacer “argento” –vivimos en la Argentina, donde el dinero es un fin y no un medio- no hay lugar para la angustia y la soledad. Eso es para los loosers, los que caen en la melancolía o peor, en depresión, cosas tan improductivas, che. Así es que llegamos a nuestro mecánico del bocho para que lo afine y desempaste las bujías, no sea cosa que desentone con nuestro automóvil (el que tenemos o el que ambicionamos tener) soporte identitario por excelencia. Claro, el psicoanálisis pasa a ser así un componente más de la industria cultural, y si se demora, entonces nos vamos a las neo-terapias fast-food. Es que el deseo nos juega malas pasadas: la sexualidad nos desboca (nos hace irnos de boca) así que es mejor convertirla en funcional y racional al servicio de nuestras (creemos que lo son) ambiciones.

O quizás el psicoanálisis pueda ser otra cosa. Pueda, con buena ventura, advenir en un espacio de resistencia, una escena para pensar, para construir un sentido en esta vida de vorágines sin sentido. Quizás haya un sujeto de pensamiento allí donde afirme que algo es posible cuando se asume una declaración de imposibilidad. Que en esa escena, en esa temporalidad, algo sea dicho, que emerja una palabra plena, aunque sólo sea un fragmento del decir (de quien habla, de quien dice lo que escucha en ese hablar), un instante que ponga en juego la totalidad de nuestra vida, resignificándola hacia el pasado y hacia el futuro. Hay una diferencia entre pensar a esta escena como cuestionadora de nuestra vida y de la cultura en la que vivimos, a pensarla como una técnica auxiliar destinada a mejorar nuestra conducta para alcanzar la eficacia en nuestra “carrera de la vida” (el currículum vitae).

Pienso en lo que dice el escritor Eliot: “No cesaremos de explorar, y el fin de nuestra exploración será llegar donde empezamos, y por primera vez, conocer el lugar”. ¿Será posible que eso suceda? ¿Estaremos a tiempo aún, antes de que sigamos pavimentándonos con cemento neurótico? Quizás hayamos perdido ese formidable optimismo que hizo decir a alguien como Hegel, que nuestro tiempo es un tiempo de nacimiento y de tránsito a un nuevo período. Un tiempo de tomar conciencia plena de lo que se está viviendo. Un tiempo dentro de otro tiempo -la temporalidad del psicoanálisis- donde se rompa con el mundo de la propia existencia y el mundo de ideas vigentes allá afuera y acá adentro de cada uno, para entrar en un trance, el del sujeto entregado al trabajo de su transformación.

La escena que funda el psicoanálisis fractura la relación temporal entre pasado y presente, e instaura la relación del Antes con el Ahora, una relación –dice el filósofo Benjamin hablando de la narración- que es dialéctica: no es de naturaleza temporal, sino figurativa, es pensar como movimiento configurador, como hacedor de formas, y también como una forma de vivir la propia existencia. No es algo que se desarrolla, sino una imagen de brusca discontinuidad. Las imágenes dialécticas no son imágenes que reflejen un “real”, el lugar donde las encontramos es en el lenguaje viviente.

Un pensar como figura política, como movimiento subjetivo,que produce un efecto de amor (“sustancia explosiva”, dice Freud): identificación y deseo de poseer el objeto amoroso. Narcisismo herido por el sólo hecho de vivir, que busca su cura, que busca ser escuchado, atendido, cuidado. Un efecto amoroso, con su lógica propia, como en la creación estética. El amor y la belleza, dos perfiles que conforman un mismo rostro, una misma conmoción hecha de dolor y de placer, provocando una condición de posibilidad para el sentir, para el pensar. Eros, como fuerza, pulsión de vida y Psique, el alma para los griegos. En la escena analítica, un amor sucede: es el amor transferencial, que permite transferir lo olvidado y los afectos congelados en el tiempo “real” para desencapsular lo oscuro y ponerlo a la luz. Mirar lo temido, pensar la angustia. Pensar la propia vida como un hecho estético, con el propósito de embellecerla. Un pensar artístico sobre sí, un hacer de la vida propia una obra de arte.

El trabajo dentro de la temporalidad analítica es el trabajo de desgarradura de lo existente, de lo instituido, para buscar o añorar lo indeterminado de algo desconocido, en una temporalidad que es mensajera de que algo nuevo quizás se aproxime: uno mismo. Se trata de pensar en otra temporalidad, salirse del cronómetro para entrar en otra lógica, una lógica “muerta” para la producción capitalista, para el entretenimiento distractivo. Entrar entonces en “tiempo muerto” para el amo, un tiempo separado del suceder cíclico del reloj, pero viviente, trepidante para quien quiere hacer otra cosa que lustrar sus grilletes.

Siguen entonces, de aquí para arriba, los tiempos muertos, escenas del Antes, escenas del Ahora...

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